En verano conviene no
alejarse demasiado de lo que han sido noticias y análisis de interés durante el
curso político precedente; de indudable interés fue el artículo de Antonio Elorza, a cuyo nombre El Correo
añadió la indicación de que “fue fundador
de Izquierda Unidad en 1986”, tras el fallecimiento de Julio Anguita, que
no era un “califa” de andar por casa, sino un “talibán” de tomo y lomo.
Aunque en España es tradicional
“ablandar” críticas, por muy justas y razonables que sean, cuando alguien pass away
(pasa a mejor vida). Pero Elorza no es asín,
y no se anda con chiquitas.
Su artículo en El Correo
del lunes 19 de mayo de 2020 decía lo siguiente:
Julio Anguita: la profecía
La muerte de
Julio Anguita ha suscitado una amplia atención tanto por lo que representó en
la política de fin de siglo como por su singular personalidad. Tal vez la
necrología más adecuada para entender su fuerza de atracción sea la escrita por
Alberto Garzón, al destacar con emotividad el conjunto de valores que
apreciaron en él sus correligionarios y los motivos que les llevaron a imitar
reverencialmente su línea política.
No les hacía
falta contrastar la validez de sus juicios y posiciones, siempre rotundos, para
proclamar que en su persona y en su palabra residían la ética y la verdad. Los
discípulos vieron en Anguita a un profeta, y es que él se creía verdaderamente
un profeta, y como tal actuaba y hablaba. Estamos en un terreno estrictamente religioso,
según acaba de subrayar el más destacado, Pablo Iglesias: «Nos marcaste un
camino que algunos quisimos seguir...».
La primera
autobiografía de Anguita, ‘El tiempo y la memoria’, de 2006, no aporta datos
sobre la política desarrollada en el ejercicio de sus cargos, y menos para
entender los momentos más discutibles con la aplicación del criterio de las
«dos orillas», el renovado «clase contra clase» de los años 30 que tanto
favoreció al PP en detrimento del PSOE. Tanto en las páginas del libro como en
las múltiples intervenciones, destaca siempre la voluntad de resaltar su propio
personaje, remachando los aciertos y descalificando a los adversarios. Al
disentir de sus ideas, un intelectual se convertía en «caso emblemático» de
quienes «traicionaron su pensamiento, de los que se vendieron». ¿A quien? No
importa.
Anguita contó
con las bazas de una acertada presentación de su figura, ser un excelente
orador y un imbatible polemista, ya que siempre encontraba una palabra o un
dato –verdadero o falso, no importa– para desarmar al adversario. Basta con ir
a YouTube para apreciar sus increíbles defensas de Cuba o la URSS. Para salvar
lo insalvable, acude a aceptar la presencia de «errores», siempre sin
determinar. Todo era según el color del cristal con que él lo miraba, y en esto
Iglesias es su mejor discípulo.
El momento más
alto de autoestima se encuentra en sus memorias, cuando relata cómo de niño vio
pasar a Franco: «¡Si Franco llega a saber en qué se convierte ese niño!»,
comenta, «¿habría dejado pasar la ocasión de rendir homenaje a Herodes?».
Tal grado de
seguridad en sí mismo le resultó útil para encabezar el ascenso de PCE e IU
entre 1988 y 1996. Izquierda Unida estaba ya formada desde 1986, al calor del
referéndum antiOTAN, y no tardó en contar con el viento en popa de las
movilizaciones sindicales contra el Gobierno del PSOE, a partir de la huelga
general de l988, justo cuando Anguita toma el mando. Hasta que las «dos
orillas» hicieron ver el coste de su autosuficiencia.
El estilo
combativo y la capacidad de comunicación de Anguita, su imagen personal de
honestidad, habían encajado a la perfección en la coyuntura alcista. Fue
entonces un líder muy eficaz. Carismático de vocación. Solo que a partir de la
victoria de Aznar sobre el PSOE en 1996, el aislamiento intransigente se reveló
un callejón sin salida. Pero su prestigio político quedó a salvo con la
desgracia del segundo infarto. Le quedó el papel de profeta desarmado,
sosteniendo el hilo rojo de que habla Garzón.
Una y otra vez
se ha dicho que Anguita fue un «hombre de principios» Pero sus principios no
son los ‘Grundlagen’ de Marx, bases teóricas, sino unos postulados que rigen y
legitiman la acción. En sus propias palabras, el anticapitalismo y su
complemento, la negación de lo existente, lo cual supone rechazar la vigente
realidad económica y política, sin la exigencia de analizarla. Basta con
proyectar sobre los hechos los esquemas derivados del postulado esencial para
configurar un discurso dualista, con el comunismo como polo positivo y toda otra
posición, en negativo. Los argumentos se encontrarán luego. Y el peor enemigo
es el que introduce matices o habla de reformas: por eso fue el PCI su chivo
expiatorio, reo ante la historia.
Las teorías de
Marx, Gramsci, Rosa de Luxemburgo (sic), se convierten en pura referencia
simbólica. Con denunciar a los traidores al dogma y propugnar la destrucción
del capitalismo, reseñar sus males y anunciar una «alternativa», Anguita
completaba su verdadero «programa» revolucionario. Doy fe.
¿Acertó
Anguita como profeta? Paradójicamente, la ausencia de análisis concretos, y el
rechazo de temas incómodos –como Cuba, Venezuela, la URSS–, favorecían una
supervivencia comunista cuando la gran ilusión soviética se había desvanecido.
Y ya en este nuevo siglo, piensa mal y acertarás. Con un anticapitalismo
primario es suficiente. Pablo Iglesias está ahí para recoger el testigo.
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