Ya
en vacaciones para el común de quienes semos
“currantes” por cuenta ajena, es momento propicio para releer libros o
artículos de especial interés que hayan caído en desaprovechamiento producto de
la vorágine laboral en los momentos de trabajo intenso.
El artículo que vamos a
reproducir seguidamente (bajo el titular que también ponemos aquí arriba),
procede de El Correo del 4 de enero de este año (hoy es cumple-mes). Nos gustó su
contenido, incluso nos pareció necesario, porque la “memoria histórica” no es
unilateral, no solo hay que recordar los horrores y los errores de uno de los
bandos, también es preciso que los del otro no se olviden.
Así que, sin más
preámbulos, va:
Hay
una cripta en Bilbao
El 4 de enero de 1937 se produjo la matanza
de personas que estaban presas en las cárceles de Begoña, y que fueron
asesinadas por unas masas sedientas de venganza
Mejor dicho,
está en Derio, en la entrada misma del cementerio municipal bilbaíno, normalmente
cerrada al público, sin ninguna seña de identificación sobre su contenido y
bastante abandonada en su conservación. La inscripción del dintel es
particularmente sosa y anodina, por lo menos a primera lectura: «Bilbaínos /
silencio y oración / honran el ejemplo /ayudan a la imitación». Hay en ella 340
nichos, aunque solo están repletos 321.
Gran número
los ocupan los restos de 154 de las víctimas de los salvajes asaltos a las
cárceles de Begoña del 4 de enero de 1937, perpetrados por unas masas sedientas
de venganza («inmigrantes no vascos», se solía decir por los abertzales) y por
el batallón de milicianos socialistas num. 7 de la UGT (el batallón ‘Asturias’)
enviado allí para proteger a los encarcelados, pero que se sumó con entusiasmo
a la matanza y al pillaje. Más de 225 personas, desde niños a ancianos, desde
campesinos a financieros, desde tradicionalistas a monárquicos, encarcelados
solo por sus ideas o su clase social, murieron en la mayor matanza humana que
en su larga historia ha registrado la villa. Muchos eran bilbaínos, pero
también fueron allí asesinados muchos guipuzcoanos trasladados por el Bizkargi
Mendi antes de caer San Sebastián en manos franquistas. Y alaveses de Amurrio,
Llodio y Baranbio recluidos por su ideario político. El lehendakari Aguirre, en
gesto que honra al nacionalismo, pidió perdón en 1956 por esa matanza de la que
el Gobierno vasco fue culpable –dijo– «por imprevisión y por inacción». Otros
nunca se han sentido concernidos por la actuación de sus militantes. Una calle
de Bilbao llevó hasta 1980 el apelativo de ‘4 de enero’ para recordar el
significado de esa fecha. Luego ya, hoy, es la calle ‘Sorkunde’.
Otra parte,
96 nichos, están ocupados por los restos de los masacrados en los barcos
prisión ‘Cabo Quilares’ y ‘Altuna Mendi’ desde agosto a octubre de 1936,
asesinados bien por sus carceleros caprichosos de forma selectiva, bien en masa
por las partidas de ciudadanos o milicianos sedientos de venganza tras un
bombardeo. El obispo de Dax monseñor Mathieu, que visitó los barcos, lo
describió con concisión terrible: «en los pudrideros de la ría de Bilbao, 3.000
rehenes esperan su libertad o la muerte». Para más del décimo, fue la muerte.
También están
los restos de 56 personas asesinadas, paseadas, ejecutadas o simplemente víctimas
de la represión republicana sobre aquella parte de la población sospechosa por
sus ideas, su pasado o simplemente su fortuna. No están en cambio los 22
vecinos carlistas de Durango sacados de la cárcel el 25 de septiembre de 1936
por los milicianos del batallón ‘Rusia’ de las Juventudes Socialistas y
fusilados en el cementerio sin juicio en represalia por el bombardeo de aquel
día.
El
lehendakari Urkullu, con palabras que también le honran, declaraba hace un año
que los asesinados de las cárceles eran también víctimas injustas y, también,
que tenían derecho a la memoria en una sociedad que se dice democrática. Esa
memoria que les fue negada en la transición de los setenta y ochenta porque,
con mezquino argumento, se dijo por los políticos de la mayoría que «esos
muertos ya habían gozado de cuarenta años de conmemoración por el régimen
franquista, ahora era el turno de los otros». Lamentable, pero cierto, en 1980
había muertos del lado bueno y otros del lado equivocado. Sucede, sin embargo,
que, incluso aceptando la mezquindad, de nuevo han pasado otros cuarenta años,
se ha cumplido ya el plazo de ocultación y destierro, de nuevo están ahí en esa
cripta vergonzante reclamando que se ponga nombre y contexto a su masacre. Por
lo menos, el mismo nombre y relato de injusticia que se pone por doquier a los
del otro bando por «una memoria caprichosa, victimista, interesada,
autocomplaciente y muy arrimada a lo políticamente correcto», escribió Carmelo
Landa Montenegro hace años.
La nota más
característica (y también la más exigente) de una memoria democrática es la su
pluralismo inclusivo. En ella no puede ya practicarse la selectividad
mnemotécnica que practicó el régimen anterior, precisamente porque se reclama
como la memoria no sectaria. Hubo muertos inocentes, muchos, en ambos bandos.
Lo cual es lógico que sucediera porque el País Vasco no fue invadido por una
raza de extraterrestres, sino que resultó escindido en una Guerra Civil; gran
parte de la sociedad simpatizaba con los rebelados, guste o no reconocerlo a la
memoria actual, y fue masacrada por el simple de hecho de poseer esas simpatías
o porque se sospechaba que las tenía. Y hay que recordarla; no hace falta
llamarlo ‘genocidio’, ni ‘crimen de guerra’, ni ‘atentado de lesa humanidad’,
basta con llamarlo ‘hecho injusto’.
Hora es de
que el Ayuntamiento de la villa olvide todo partidismo sectario y convierta en
un ‘lugar de memoria’ la cripta de Derio, la adecente, la enmarque en un relato
de su significado, y la ennoblezca con el recuerdo desde la distancia de lo que
fue horrible y seguirá siéndolo siempre. La historia de la villa debe tener
también su hito para la vergüenza por lo que pasó aquel día en Larrinaga,
Ángeles Custodios, Casa Galera y El Carmelo. No eran extraterrestres, eran
personas”.
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