... que cumplió pena de cárcel por
asesinato. Al final, hace referencia a los muchos años que pasó encarcelado y
le dice a la juez –a cuyo padre mató cuando ella era una adolescente–: «Salí de
la cárcel cuando Andoni –su hijo– ya tenía nueve años. Me perdí todo ese
tiempo, el de niño pequeño. Y poco después le encontraron a mi mujer un cáncer
extendido.»
Desde mucho antes no ya de la
anulación de la ‘doctrina Parot’, sino de su instauración, me ha interesado el
tema de la vida que se pierde entre rejas; de la vida que no se vive por
haberla sacrificado pagando un caro precio al servicio de una causa abstrusa,
de una quimera monstruosa que exigía derramar sangre. El propio sacrificio de
los que sacrificaron vidas de otros con la peor crueldad, la que se caracteriza
por la falta de piedad de lo innecesario, de lo gratuito.
Lo he vuelto a pensar al ver tantas
imágenes de etarras excarcelados. Todos tienen más o menos mi edad, cincuenta y
tantos. Han pasado en la cárcel cerca de un cuarto de siglo, desde la
incipiente treintena. Los mejores años de la vida congelados en un limbo.
Pienso en todo lo que he hecho y he vivido en ese mismo largo periodo de tiempo
dentro del mundo, en libertad. De la carencia irreparable y demoledora que
habría sido pasarlo en la cárcel, con los hechos que conforman una biografía
extirpados o minimizados por la retención y el aislamiento. Engendrar a un hijo
entre rejas y luego no verlo crecer ni compartir con él los pequeños sucesos
extraordinarios de su formación; la ausencia de una cena con amigos, de un
campo de fútbol o la imposibilidad de ver amanecer en una playa; no asistir al
envejecimiento de tus padres o poder acariciar a tu mujer solo durante un rato
reglado en una cama anónima.
Se les pide que muestren arrepentimiento y pidan perdón a
las víctimas. El perdón no exime de la culpa, no borra nada. Y el
arrepentimiento seguro que lo llevan muy adentro; probablemente más por el daño
que han sufrido que por el que han causado. Qué más da. Solo importa de los
asesinos el que no vuelvan a asesinar; y no volverán a hacerlo porque su
inframundo se ha desvanecido a su alrededor y en su propio interior. Qué más da
si podía haberse conseguido o no que siguieran algunos años más en el trullo.
Ver hoy las caras ajadas de los que se creyeron duros gudaris es suficiente. Y
qué más da si los reciben jaleándolos a la puerta del trullo y después les
hacen un homenaje en la aldea en que comenzó el error y su viaje al horror. No es más que la triste celebración
de una derrota personal. (*)
(*)
la negrita es nuestra.
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