Si el Gobierno central
deja poner las urnas el 9 de noviembre, la pelota pasará al tejado separatista,
que habrá votado sin las garantías democráticas necesarias.
El Parlamento de
Cataluña acaba de aprobar la ley para convocar –mediante decreto posterior– la
consulta independentista del 9 de noviembre acordada por los partidos
soberanistas. Se trata de una norma fraudulenta que pretende eludir mediante la
sencilla técnica de no llamar a las cosas por su nombre, las exigentes
condiciones que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (TC) ha
establecido en lo que se refiere a la posible convocatoria de referéndums por
parte de las comunidades autónomas.
Efectivamente, fue la
sentencia 103/2008, donde el TC abordó la ley del Parlamento vasco que ponía en
marcha el segundo ‘plan Ibarretxe’, la que estableció que la competencia para
la regulación, convocatoria y autorización de referéndums quedaba sometida a la
disciplina del Estado. La ley autonómica intentó esquivar la Constitución
señalando que la consulta no era vinculante. En su sentencia, el TC recuerda
que los referéndums son una especie concreta de un género más amplio, la
consulta popular, que tienen por objeto la institucionalización de la democracia
directa. Por ello, lo importante no es la obligación que pueda derivarse para
los poderes públicos del resultado, sino saber si en la convocatoria de la
consulta se pregunta el parecer del cuerpo político sobre una cuestión
concreta, mediante un proceso electoral debidamente garantizado. En tal caso,
estaríamos ante un auténtico referéndum, materia que queda reservada
constitucionalmente al Estado.
Como la ley impulsada
por el exlehendakari cuestionaba al conjunto de la ciudadanía sobre un asunto
de naturaleza política (el derecho a decidir) y utilizaba los instrumentos y
las garantías que ofrecía el derecho electoral, fue declarada inconstitucional.
La nueva Ley de consultas catalana sigue un camino parecido a la norma vasca:
basa la diferencia entre consulta y referéndum en la no vinculación jurídica
del resultado de la primera, cuyo objeto primordial sería «conocer la opinión
de los catalanes». Como novedad, incluye una serie de elementos que buscan
construir un régimen electoral distinto al general para intentar convencer al
TC de que el día 9 de noviembre se llevará a cabo una cosa distinta a un
referéndum. De este modo, las personas legitimadas para votar (mayores de 16
años) no saldrán de un censo electoral, sino del registro de población de la Generalitat.
Además, las garantías del proceso (campaña, voto, recuento) no estarán
aseguradas por la Junta Electoral, sino por una comisión de control en la que
como novedad está ausente el poder judicial. Por último, a las mesas
electorales se las llamará ‘mesas de consulta’.
Este esfuerzo nos
parece baldío. Ya los cuatro votos particulares del dictamen del Consejo de
Garantías Estatutarias catalán sobre el proyecto de ley advirtieron que,
independientemente de la terminología, lo que se estaba posibilitando con la
misma no eran consultas –algo que en nuestra opinión entra dentro de la
posibilidad de llevar a cabo encuestas– sino auténticos referéndums. Ante la
evidencia el Gobierno realizará un recurso de inconstitucionalidad contra la
ley y con posterioridad presentará un conflicto de competencias contra el
decreto que convoca la consulta. En ambos casos, en la medida en que invocará
el art. 161.2 CE, las dos normas quedarán suspendidas, a la espera de la
resolución del TC, que podrá dictar dos sentencias separadas o acumular ambos
procedimientos si alguna de las partes lo solicita. Lo ideal, obviamente, es
que el TC realice la sentencia cuanto antes, para que en caso de rechazar los
recursos planteados por el Gobierno los catalanes puedan votar en la consulta
del 9 de noviembre. Esta posibilidad, por lo que acabamos de razonar, se nos
antoja remota.
Pero el verdadero
problema del desafío catalán comienza ahora. La gran pregunta es qué hará el
presidente Mas si el TC anula la Ley de consultas y su decreto posterior o deja
ambas normas suspendidas tras el recurso del Ejecutivo central. En caso de
mantener el desafío, el Gobierno probablemente tendría que explorar las
posibilidades que ofrece el art. 155 CE, que no llevan necesariamente a la
suspensión de la autonomía, sino a la utilización de mecanismos compulsivos
para que las instituciones autonómicas cumplan con la sentencia del TC a través
de mandatos expresos y directos realizados por los órganos del Estado. Esta
intervención sería problemática en todo caso, porque al margen de su
efectividad y dificultad técnica, sería utilizada por los partidos
nacionalistas para terminar de rematar el relato por el que 300 años después de
1714 España vuelve a dejar sin libertades a los catalanes. Si el Gobierno del Estado
no actúa y deja poner las urnas de cartón previstas el día 9 de noviembre, la
pelota pasará al tejado separatista, en la medida en que se habrá realizado una
consulta sin las garantías democráticas necesarias que internacionalmente
otorgan legitimidad a cualquier proceso electoral.
Frente a estos dos
escenarios surge la tercera vía, es decir, la de las elecciones autonómicas
anticipadas. El Gobierno de Rajoy espera que el caso Pujol, del cual se irán
desgranando más piezas, termine por hacer daño a la actual mayoría
parlamentaria formada por CiU y ERC, lo que haría muy difícil una declaración
unilateral de independencia del Parlamento catalán si hay que poner de acuerdo
a un número importante de fuerzas políticas entre las que puede encontrarse
Podemos. Sin embargo, este plan solo tendría éxito si se pusiera encima de la
mesa una propuesta de reforma constitucional que consiguiera seducir a una
parte del independentismo sobrevenido.
(*) Josu de Miguel Bárcena, Abogado y profesor
de Derecho Constitucional.
NOTA: La cosa ésta de Arturín Mas, travestido de
“plan Ivarreche”, tiene su aquél, así que vamos a poner algún artículo de
opinión que otro (ya lo anunciábamos ayer), hasta que todo quede debidamente
aclarado, hoy va este primero.
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