No
siempre es fácil resumir en un artículo de prensa el recorrido de la manipulación
nacionalista de la historia vasca, seguidamente va un magnífico ejemplo, que
tienen en El Correo del pasado día de Nochebuena. Va:
“Me
entero por el Teleberri de EiTB de la llegada de Olentzero y Mari Domingi a la
villa labortana de Anglet. Hoy los tendremos aquí. El Olentzero tripón,
rústico, bonachón y algo borrachín, es un viejo conocido de nuestra niñez, que
rememora al héroe báquico de nuestra mitología. Era Olentzero quien con sus
capones, huevos y odre de vino anticipaba la Navidad. Es un genio de origen
algo confuso, que algunos mitólogos sitúan en la época previa a la cristiandad.
Otros lo han identificado con el mito de Kixmi. Hay quien ve en él al solitario
genio que habita el bosque recóndito, pero es muy posible que se trate de un
personaje descolgado del antiguo carnaval que se celebraba, coincidiendo con el
solsticio de invierno o, tal vez, se trate de un vestigio de las antiguas
celebraciones jánicas que se celebraban en el entorno del final y el inicio del
año, todavía perceptibles en el folklore navarro.
Olentzero es un personaje oriundo del norte
de Navarra, aunque existen referencias suyas en algunas localidades guipuzcoanas,
situadas en el límite con el Viejo Reino. Actualmente es un personaje conocido
y celebrado en el conjunto del País Vasco. Olentzero ha desplazado a los Reyes
Magos y ahora es él quien recibe las cartas de los niños en demanda de juguetes
y regalos. Nada nuevo hasta aquí, salvo el gradual deslizamiento de las
tradiciones navideñas del ámbito cristiano a otro secular. Es el signo de los
tiempos y con Olentzero nos homologamos a quienes tienen en Papa Noel o en
Santa Claus el icono navideño por excelencia. La novedad proviene de la
reciente invención de una tradición, que lo empareja con una tal Mari Domingi,
que de ser alguien mencionado en un villancico ha pasado a ser la novia,
compañera o no se sabe muy bien qué, del supuesto mutilzarra y solterón que era
nuestro entrañable personaje.
Mari Domingi viste de época; su indumentaria
nos retrotrae al siglo XVI y luce un tocado que termina en un cuerno curvado de
claras resonancias fálicas. Del personaje de Mari Domingi no existe ninguna
referencia ni en la mitología ni en la tradición vasca. Es pura invención,
creada al objeto de igualar y neutralizar el supuesto machismo que adornaba la
figura de Olentzero. Exigencias de una ideología de género tan estúpida como
talibán. Pero lo grave, si lo es, no lo es tanto el revisionismo histórico, que
supone corregir la tradición de una figura mítica con pedigrí, sino la
pretensión de fijar la memoria según una ideología políticamente correcta.
Nietzsche consideró el amor fati como la capacidad de asumir la historia sin
revisarla, formuló el respeto a lo que hemos sido, como la exigencia de asumir
lo que fuimos: «Mi fórmula para expresar la grandeza en el ser humano es el
amor fati: no querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni
por toda la eternidad». Olentzero, con su carga de misoginia y rusticidad,
significa la contingencia perfectible de lo sido. La igualdad de género no se
logra falseando la historia, sino enmendándola. Se trata, en todo caso, de una
extraña novia para un personaje singular.
La invención de Mari Domingi nos sitúa,
también, ante la extrema facilidad con que los vascos solemos inventar nuestra
memoria. Dentro de muy pocos años la artificial figura de la compañera de
Olentzero, constituirá un inveterado mito, que algunos considerarán como parte
esencial del panteón de la mitología vasca. Será uno más de los mitos creados
con ánimo de demostrar la diferencia identitaria de lo que somos o, mejor, de
lo que debiéramos ser, según los canones de la corrección abertzale. No es, ni
será, la última de las invenciones encaminadas a fortalecer una mítica
identidad basada en el artificio interesado. Agustín Chao, en el siglo XIX,
inventó con éxito el mito de origen de los vascos e ideó la figura de Aitor
como el patriarca vasco que dio origen al linaje de los vascos. Hoy el mito de
Aitor es una más de la evidencias que constituyen el imaginario colectivo de
los vascos. La proverbial credulidad de los vascos a creerse sus mentiras para
justificar nuestra diferente etnicidad es la base incuestionable del
nacionalismo más obtuso.
Lo de Mari Domingi podría no ser más que una
humorada, nacida con el ánimo de divertir a niños y niñas dotadas del don de la
imaginación, pero el fraude a la realidad antropológica que supone, nos debería
poner en guardia ante el hábito de falsear nuestra historia, que es
constitutivo de la ideología abertzale. Hace cinco décadas tanto Federico
Krutwig, como Jon Mirande, abogaban por destruir la memoria cristiana de los
vascos para sustituirla por una querencia pagana, que supondría la revisión de
nuestro pasado cultural. Haciendo buenos los anhelos de Mirande, campeón
filonazi del revisionismo histórico, hemos descabalgado a los Reyes Magos,
sustituyéndolos por Olentzero y vamos camino de reescribir nuestra memoria con
inventos como el postizo feminista de Mari Domingi.
A Olentzero se
le solía representar con una pipa en la boca y una gran barriga que denotaba su
apetito; las figuras actuales del héroe báquico euskaldun lo representan con un
porte más atlético y como no fumador. Se nota que Mari Domingi lo ha metido en
cintura y ha sustituido los capones por la dieta mediterránea; muy pronto
veremos que el lugar del odre de vino lo ocupa una bebida isotónica y que la
pipa ha sido sustituida por un chewing gum de menta. Cosas de lo políticamente
correcto, que terminarán por prostituir nuestra memoria.
Las ikastolas han sido el origen de la entronización de Mari Domingi en
la memoria colectiva de nuestros niños y EITB ha sancionado su conversión en
mito navideño. Resulta alarmante la facilidad con la que los vascos inventamos
nuestra memoria y nos aferramos a ella como postulado del futuro. La memoria no
debería ser una invención apócrifa.”
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